viernes, 21 de diciembre de 2007

Juan Calzadilla. “La historia de la poesía, como cualquier historia, es anónima; la escriben los poemas, no los poetas”.


Juan Calzadilla nació en Altagracia de Orituco, Venezuela, en 1931. Es poeta, dibujante, crítico de arte y crítico literario. Hizo estudios de letras y filosofía en el Instituto Pedagógico de Caracas y en la Universidad Central de Venezuela. Se inició en el periodismo y la crítica de arte en 1955. En 1976, al crearse la Galería de Arte Nacional, se desempeñó como subdirector y asistente de la dirección, hasta 1979. Fue coordinador y luego director de la revista Imagen, de 1984 a 1991. Ha publicado más de 20 libros de poesía y recibido importantes premios y reconocimientos. Es Premio Nacional de Artes Plásticas 1996.

Franklin Fernández

(Fotografías de Franklin Fernández).

F.F. -¿Por qué se considera usted un hombre de izquierda, un revolucionario, un poeta comprometido con la verdad?

J.C. –Yo creo considerarme, si examino mi trayectoria, un intelectual de izquierda, comprometido con la búsqueda de un mundo distinto a este en que vivimos. Recuerdo que cuando era muy joven y estudiaba bachillerato en el Liceo Juan Vicente González, milité en la juventud comunista. Con mi hermano José asistía a una célula que se reunía en una casa situada en la calle real de El Valle. Pero igual daba, de acuerdo con las circunstancias, reunirnos en cualquier sitio donde pudiéramos escapar a la vigilancia de la policía. En aquella célula donde milité estaban también Arnaldo Acosta Bello y Jesús Enrique Guédez. Las tareas que cumplíamos eran sumamente arriesgadas. Teníamos que hacer “pintas” contra la dictadura y arrojar volantes en las paradas de autobús, en los cines y en los mítines del gobierno. Lo más fácil era amarrar el atajo de volantes a los tubos de escape de los carros. Todavía recuerdo una de aquellas consignas que pinté: “Borraremos con sangre los crímenes de la dictadura”. Si los agentes te descubrían en esas labores clandestinas, recibías una paliza y te encarcelaban sin fórmula de juicio; eran frecuentes las sesiones de tortura. A mi hermano José lo torturaron sobre un ring de caucho en la cárcel de Cocorote, en Yaracuy; estuvo varios años preso y estos vejámenes debieron influir en su salud como para que muriera a causa de ellos, un poco más tarde. No era raro que te dispararan a matar al descubrirte pintando una consigna en un muro, o por cualquier cosa. La forma de protesta más usual era el llamado mitin relámpago. En medio de la multitud, arrojabas los volantes al aire, pronunciabas una breve arenga y echabas a correr para evitar que te atraparan. A Acosta Bello lo agarraron en una de las concentraciones de proclamación de Pérez Jiménez, en el Nuevo Circo, una noche de 1951. Por ese motivo, que hoy resultaría trivial, fue encarcelado y enviado a Guasina, donde estuvo dos años a la espera de ser deportado a México, gracias a la intervención de un hermano suyo de nombre Octavio. Mi hermano Pedro fue internado en Guasina y confinado luego en Puerto Ayacucho durante buen tiempo. En uno de esas acciones del comité de base de El Valle caí yo. Un agente de la Seguridad Nacional me descubrió arrojando volantes en una parada de autobús de El Silencio, un 5 de julio. Me encañonó y esposó. En la Comandancia de Policía de Caracas me dieron una paliza (con una peinilla). Desde aquí fui a parar a la Cárcel del Obispo, donde encontré a Héctor Mujica. Pocos días después me trasladaron a la Cárcel Modelo, más tarde conocida como Retén de Catia. Estuve allí varios meses en compañía de Sanoja Hernández y Cheíto Velásquez. Tiempo después me aparté de la política y me dediqué a leer y escribir, pero nunca abandoné mis convicciones ni las canjee por una beca o un cargo diplomático, como hicieron otros, o por la publicación de un libro en las editoriales del Estado. Por el contrario, durante el régimen de Betancourt, me asocié al grupo de intelectuales que fundó El Techo de la Ballena, donde publicábamos nuestros libros pero también supimos realizar tareas políticas de resistencia y apoyo a las guerrillas y a la revolución cubana, amén de los eventos vanguardistas que hoy muchos recuerdan con nostalgia. Después participé en los movimientos de masa generados a raíz de la toma del Rectorado de la Universidad del Zulia por la izquierda cristiana. Y luego, viviendo en Mérida, en 1970, pertenecí al comité que, con Salvador Garmendia, se ocupó de organizar el Congreso de Cabimas. Si repaso toda esa experiencia, te darás cuenta de que no es fácil renunciar al compromiso que ella comporta en un momento como en el que vivimos hoy, en que todos aquellos ideales se materializan bajo la promesa de una revolución en ciernes. Justamente aquella por la que se luchaba y se sigue luchando.

F.F. –Se ha tratado seriamente de nacionalizar y universalizar el arte, la literatura, la poesía, la música venezolana y todo lo referente a nuestra cultura. Cosa que, evidentemente, no se hacía en el pasado. Se han tratado de mejorar los sistemas de acceso a los recursos. Se han establecido mesas de diálogo y discusión a nivel nacional, como una buena oportunidad para confrontar ideas, diferencias, juicios, criterios individuales y colectivos. Democratización, socialización, participación activa y colectiva, confrontación crítica con niveles morales y éticos, ¿deberían ser los ejes fundamentales de una auténtica cultura, de una auténtica democracia?

J.C. –Creo que sí. Se están trazando los caminos para construir un nuevo país y el poeta está obligado a contribuir para que se haga del mejor modo, ¿y cómo lo haría? Perfeccionando su lenguaje, volviéndose cada día más profundo y sabio, a fin de sintonizarse con la voz del pueblo y estar a la altura del progreso material. En eso podría consistir el compromiso del poeta en esta hora difícil.



F.F. -Usted hizo un llamado para democratizar la poesía ¿Por qué debemos, a su juicio, democratizar la poesía? ¿Por qué la dulce y tentativa manía de querer democratizarlo todo?

J.C. –Si logramos que mucha gente se exprese literariamente tendremos más gente que piense y tome decisiones. En eso consiste la democratización de la poesía. No en fabricar poetas, como quieren hacer los talleres convencionales del tipo del Celarg, ocupados en graduar poetas. Consiste más bien en proporcionar a los individuos las herramientas para demostrar que todos podemos ser creativos y llegar a ser felices expresándonos. Esto es distinto a la idea competitiva de la sociedad neoliberal empeñada en hacer un uso restrictivo y mercantil de los valores. Al sistema que atacamos le interesa que los poetas puedan contarse con los dedos de la mano. Recuerda que el artista no es un tipo especial de individuo, sino que cada individuo es un tipo especial de artista. Eso es democratización. Eso es lo que queremos. Y lo que debería hacerse.


F.F. –Sin duda. Pero toda democratización, toda libertad de pensamiento o libertad creadora, toda toma de decisiones propias, libres y auténticas, tiene un costo. A Gustavo Pereira, Luis Alberto Crespo, Ramón Palomares, Ana Enriqueta Terán y, a usted mismo; el poeta Alexis Romero los tilda de “indiferentes”, de insensibles “maestros del relámpago y de la espiritualidad”, con las “miserias de la mudez y la alegría del sumiso”. Mientras que celebra a poetas como Eugenio Montejo y Rafael Cadenas. Alexis los cuestiona, los condena y los censura por el sólo hecho de pertenecer a un bando y defender una idea. Usted Juan, ¿qué le respondería?

J.C. –Es una infamia calificar a esos poetas “de mudos y sumisos” porque discrepen de las posiciones de la derecha, o porque no van a comulgar en la misa negra de los obispos de la Conferencia Episcopal ni porque no han suscrito los manifiestos a favor de la gente de petróleo ni estuvieron en la marcha del 11 de abril. Haciendo abstracción de mi persona, creo que ellos han sido fieles a sus convicciones, se han alineado con un proyecto de país y fijado posiciones, lejos de toda postura arribista, como lo prueban sus obras. Quien conozca a Ana Enriqueta Terán sabe que ella se mantuvo siempre fiel a su compromiso con ideales de izquierda. En 1952, estando en el servicio diplomático, renunció al cargo que desempeñaba en la Embajada venezolana de Buenos Aires para protestar por la auto-proclamación de Pérez Jiménez como dictador, luego de haber desconocido el resultado del plebiscito de 1952. Decidió de buenas a primeras aventurar e irse a pasar hambre en París. No recuerdo a otro intelectual diplomático que haya hecho lo mismo. Creo que Ana no ha sido sumisa y mucho menos muda porque haya apoyado públicamente al Chávez de los pobres, si tomamos en cuenta que este apoyo es consecuente con sus ideas defendidas siempre con gallardía e independencia, en su largo periplo de poeta.

Más insumiso que Gustavo Pereira no hay ningún otro poeta entre nosotros. Ha actuado verticalmente en sus posturas desde que estudiaba Derecho en la Universidad Central y, ya graduado, comenzó a militar activamente en el Partido Comunista, dedicado a sacar a los presos de las cárceles y a organizar grupos literarios de resistencia en la provincia, en los días de Betancourt. Gustavo no ha cesado de escribir una de nuestras poesías más comprometidas con su verdad, sin llegar nunca al cartel, el panfleto ni a la publicidad, con limpia ejecutoria y tenacidad. Ni renunciado al compromiso de participar en una Constituyente para defender los derechos de las tribus indígenas. Otro tanto puede decirse de Palomares y Luis Alberto Crespo. Son viejos luchadores de las causas populares, tal se refleja en poemarios donde el habla campesina o de la tierra hunde sus raíces en autarquías ancestrales, a la búsqueda de nuestro ser a través de las palabras.

F.F. –También se pregunta Alexis Romero, cuántos poetas verdaderos existen en el país. ¿Quiénes son para usted los auténticos poetas, los que verdaderamente hacen o escriben la historia?

J.C. –No creo que esa pregunta sea pertinente. La historia de la poesía, como cualquier historia, es anónima; la escriben los poemas, no los poetas. Y necesita mucho tiempo para fundar valores permanentes que se expresan a través del poema. La escriben incluso poetas anónimos. O que de repente resucitan y son descubiertos por nuevas sensibilidades. Acabemos ya con el viejo mito platónico según el cual el poeta es un ser privilegiado cuyo don le ha sido otorgado por los dioses. Recuerda lo que dijo Kafka: Nadie es escritor antes de morir.




F.F. –Pero también dice Alexis que hay mucho ofrecimiento de pan, que hay moho y levadura fermentada en algunos versos. ¿No es esto una burla, una exclusión, una discriminación?

J.C. –Si esos poetas que mencionas arriba y de los cuales tú dices que un imberbe disociado les ha faltado el respeto, escribieran una poesía aduladora, edulcorada, llena de genuflexiones y loas al “dictador”, como la que escribieran en su tiempo Andrés Mata y Darío, o que quisieran esos poetas -repito- pasar de ex profeso por realistas sociales con la finalidad de ganar indulgencias y de “engrasarse” las manos por el favor hecho, ya recibiendo dinero o porque el Estado les publique sus libros a cambio de su adhesión incondicional, el imberbe inquisidor tendría completa razón. Pero sucede que si tú lees o repasas todos los libros escritos por esos poetas comprobarías con cuánta arrogancia, lealtad a sí mismos, entera independencia y fidelidad a sus poéticas han expresado lo que han querido y venido en gana, siguiendo estilos y derroteros muy personales, sin cartabones de ninguna especie. Cuestión aparte de que ninguno de ellos necesitaría apelar al Estado para publicar sus libros o hacerse notar. Por sus méritos, creo yo, sobrarían los editores que quisieran lanzarlos. Y sobrarán ciertamente quienes se ofrecerían para hacerlo también en el extranjero. Incluso me atrevo a pensar que si los escuálidos lograran su sueño de dar un golpe de estado para montar un gobierno de derecha, como quieren muchos, se verían en aprietos a la hora de tener que censurarlos y excluirlos del sistema por haber sido afectos al régimen caído.


F.F. –Afirma Zuleiva Vivas que: “El fin primordial de los museos es estar al servicio de las comunidades de una manera eficiente, activa y compartida…”. Ella ha encendido los motores para el desarrollo de un trabajo museístico que aspira a involucrar a las mayorías. Usted, que ha acumulado vivencias, experiencias, sueños, ilusiones, fantasías, ideales; desde el punto de vista del crítico de arte o del crítico literario, ¿qué recomendaría? ¿Qué le recomendaría a ella en estos momentos de supuesta crisis institucional? ¿Qué le encomendaría con respecto a la organización, ejecución, coordinación, distribución, estructuración y restructuración de las galerías de arte y los museos?

J.C. –Hay una idea que me parece viable e importante en este momento. Usted sabe que nuestros museos nacionales mantienen un grado de autonomía que les permite elaborar y efectuar programaciones propias. Regularmente el trabajo que realizan consiste en organizar y presentar exposiciones que están abiertas al público durante tres meses y a veces más. Debería el Estado crear un centro nacional de exposiciones en donde se celebren actividades de promoción y divulgación de las artes más puntuales e inmediatas, con más regularidad y rapidez de lo que se observa en el trabajo lento, parsimonioso y cansón de los museos actuales. De allí que persista la necesidad de un espacio ferial para realizar grandes eventos de arte. Por otra parte, se requiere que se defina y aclare el destino de la nueva Galería de Arte Nacional, y que se ponga en funcionamiento pronto porque se pide con urgencia una estructura arquitectónica, como la que ya existe en la avenida México, en la cual se pueda mostrar permanentemente a las nuevas generaciones toda la historia del arte venezolano. Que es muy rica en manifestaciones y a la que casi nadie conoce. Creo también que debe crearse un museo de nuevo tipo, con ideas vanguardistas, y sin copiar, como se sigue haciendo, el modelo arcaico de los museos europeos dedicados exclusivamente a conservar y mostrar obras de arte. La idea debería abrirse paso hacia el museo integral, ambiental, creativo, y no hacia el museo burocrático heredado de la cuarta república que todavía tenemos en sus distintas versiones.


F.F. –En “Dictado por la jauría”, uno de sus libros más emblemáticos, significativos y simbólicos, usted dice: “Pierdo mi tiempo dibujando monstruos / en las paredes / de una habitación desierta…” ¿Quiénes fueron o son esos monstruos, esos espectros o fantasmas que aterrorizaron o aterrorizan actualmente a Juan Calzadilla?

J.C. –Bueno. Hay que tomar en cuenta que la poesía no es necesariamente autobiográfica. De manera que por el hecho de que el poeta hable en primera persona, en forma monologada, no quiere decir que haya que atribuirle a su persona todo lo que dice el poema. En los monólogos del Dictado por la jauría se hace referencia a un personaje colectivo que identificamos en el discurso como un sujeto alienado por sus relaciones con una ciudad encarnada en fantasmas y monstruos. Estos son los símbolos que expresan la forma en que esa relación con la urbe produce, tal como lo seguimos viendo, sujetos sin destino, alienados. De eso se trata en el discurso.

F.F. –Hace poco, la poeta Elizabeth Schön; dijo para mí estás palabras: “La poesía es el reconocimiento de que el hombre tiene un poder de transformación”. ¿Qué reconoce usted en el hombre actual, en el poeta contemporáneo?

J.C. –Es más bien la percepción que tiene el poeta de que la poesía le otorga un poder con el cual puede ver el mundo como se quisiera que fuera. Y en eso la poesía, como pensaba Rimbaud, más que poder, proporciona revelación. Puesto que su capacidad de transformar la realidad está limitada a lo que ella pueda hacer para transformar al hombre. “Cambiar la vida, dijo Rimbaud, y Marx: transformar la sociedad”. Y eso continúa siendo una premisa utópica. Es poco y mucho lo que puede hacer el poeta. Ya Beckett lo dijo: “Todo se hizo sin mí”.

F.F. -¿Qué cambiaría usted con la poesía? ¿Qué transformaría usted con su palabra?

J.C. -La lección que saco de la escritura es que, sin pretender pasar por poeta, haber escrito poemas ha servido para transformarme a mí mismo. Por la acción del lenguaje uno puede vencer las dificultades que nos impiden ser como queríamos ser o como estamos llamados a ser. Indirectamente, se puede lograr influir con la poesía para que otros se encuentren a sí mismos. Para que la vida se vuelva en ellos goce del lenguaje. Eliot lo decía: El mejor poema es aquel que puede ser compartido por el lector a un grado tal que éste se sienta como si hubiera sido él realmente el que lo ha escrito. La comprensión del sentido y su asimilación a la experiencia afectiva personal del lector, es lo que le da vida al poema. Y esto conlleva obviamente un poder de transformación.


Juan Calzadilla y Franklin Fernández, 2007.