viernes, 21 de septiembre de 2007

Gustavo Pereira: “La poesía es un salvoconducto de lo humano ante sí mismo y tanto como una razón estética una fuerza moral”.

Gustavo Pereira, fotografías de Franklin Fernández.


Gustavo Pereira nació en Punta de Piedras, Isla de Margarita, Venezuela, en 1940. Es poeta y ensayista. Se doctoró en estudios literarios en la universidad de París. Fue fundador del Departamento de Humanidades y Ciencias Sociales y del Centro de Investigaciones Socio-humanísticas de la Universidad de Oriente. Asume activamente el compromiso social y político: “La política parece una sombra que nos sigue a todas partes, no podemos eludirla, querramos o no”. Su poesía es de gran importancia para comprender el nuevo quehacer poético venezolano. Su lenguaje es directo, conciso, despojado, imaginativo, lúdico, irónico, provocador. No en vano nos dice: “SOMARI. / El inútil intento de acercarse a la verdad / conduce a otros intentos…” Es uno de los poetas venezolanos más importantes de su generación y de la historia literaria venezolana. Formó parte del grupo “Símbolo” (1958), y fue director-fundador de la Revista “Trópico Uno” de Puerto La Cruz. Ha publicado más de treinta libros, entre los que destacan: Preparativos del viaje (1964); En plena estación (1966); Hasta reventar (1966); El interior de las sombras (1968); Los cuatro horizontes del cielo (1970); Poesía de qué (1971); Libro de los Somaris (1974); Segundo libro de los somaris (1979); Vivir contra morir (1988); El peor de los oficios (1990); La fiesta sigue (1992); Escrito Salvaje (1993); Antología poética (1994); Historias del Paraíso (1999); Dama de niebla (1999); Oficio de partir (1999); Cuaderno Terrestre (1999); Costado indio (2001); Poesía De Bolsillo (2002); Sentimentario (2004); Poesía Selecta (2004); Los Seres Invisibles (2006), entre otros. Fue director de la Revista Nacional de Cultura (1999-2002). Ha recibido reconocimientos como el Premio Joven Poesía de las Universidades Nacionales (1965), el Premio Único del Concurso Latinoamericano de Poesía de la revista Imagen (1970) el Premio Fundarte de Poesía (1993), el Premio Municipal de Poesía de Caracas (1988), el Premio de la XII Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre (1997) y el Premio Nacional de Literatura (2000).

Franklin Fernández.

F.F. –Dice Luis Alfredo Arango: “En el mundo indígena, cuando un hombre está predestinado para ser sacerdote, oficiante de los ritos ancestrales de su pueblo, tiene una serie de sueños iniciáticos que le revelan su destino”. A usted, ¿se le reveló en sueños su destino? Antes de ser poeta, ¿qué le revelaban sus primeros sueños, sus visiones, sus ilusiones, sus imágenes, sus fantasías?

G.P. –Los sueños de infancia pertenecen a la desmemoria, o tal vez la infancia no es más que un sueño soñado a deshora.

F.F. –Usted publicó su primer poemario en 1961 bajo el nombre Los tambores de la aurora, con dibujos de Alirio Palacios. Posteriormente, en 1964, publica su segundo libro de poemas; Preparativos del viaje. A partir de esa fecha, usted ha desarrollado una significativa obra literaria que incluye más de treinta libros de poesía, ensayos, notas críticas y literarias. ¿Estoy frente a un abogado, un ensayista, un educador, un hombre de pueblo? ¿O estoy sencillamente frente a un trovador, un lírico, un poeta?

G.P. –¿Poeta yo?, se preguntaba José Asunción Silva, ¿llamarme a mí –decía- con el mismo nombre con que han llamado a Homero, a Dante, a Shakespeare, a Shelley? Y se respondía: ¡Qué profanación!

No era un exceso de modestia, sino la convicción de que en el fondo, como nos pasa a algunos, se sentía eterno aspirante a serlo. Y lo decía él, que fue tan gran poeta. Su célebre Nocturno sigue siendo, al menos para mí, el más hermoso poema de la lengua castellana. Ser poeta entraña desde luego una vocación, pero también una condición y un oficio (en sorna me he atrevido a llamarlo “El peor de los oficios” y así titulé, en 1990, un libro de notas sobre poetas y poesía publicado por la Academia de la Historia, reeditado el año antepasado por la Editorial Arte y Literatura de Cuba). Con los años he llegado a la convicción de que uno está escribiendo siempre el mismo poema, y lo borra o lo tacha o lo enmienda interminablemente y tal suplicio nos convierte en eternos Tántalos. Por lo demás, como nadie aquí puede procurarse la vida sólo escribiendo versos, he tenido que ejercer desde niño diversas ocupaciones para ayudar a mis padres, graduarme de abogado y ejercer durante cinco años, y luego ser docente universitario durante veinticinco y al unísono escribir trabajos y hacer investigaciones de distinta índole.

En cuanto a lo de hombre de pueblo, tal ha sido mi pertenencia. Por naturaleza o timidez vivo ajeno a los ambientes intelectuales, congresos, cocteles, ceremonias sociales y figuraciones, aunque a veces la amistad y el deber me han tendido sus lazos y hecho sucumbir.

F.F. –En ese sentido, ¿estoy frente a un hombre de tierra firme o un hombre de mar?

G.P. –Nací, fui criado y vivo a orillas de la mar, pero, eterna dualidad del inconforme –o del idiota-, no pocas veces añoro la montaña, los ríos, la selva o la llanura.


F.F. -Usted es uno de los poetas venezolanos más importantes de su generación. Formó parte del grupo “Símbolo” (1958), y fue director-fundador de la Revista literaria Trópico Uno (1964), la cual tuvo su centro de gravedad entre Puerto La Cruz y Barcelona. La cuarta pregunta sería entonces sobre sus primeros años de vida en el oriente del país. Me gustaría que me precisara, ¿cuándo, cómo y dónde comenzó Gustavo Pereira a descubrir su mundo, a palparlo, a describirlo, a develarlo? ¿Cuándo, cómo y dónde fue su primer contacto con la poesía?

G.P. -Nací en la isla de Margarita y siempre, desde los tres meses de mi edad, he vivido en la bahía de Puerto la Cruz de donde nunca he salido sino en pocas ocasiones para irme a estudiar. Vengo a ser una suerte de desterrado profesional que desde niño, cuando estos lugares eran apenas una pequeña y loca aventura urbana potenciada por la desmesura petrolera –aunque sin agua, sin luz eléctrica, con calles de tierra y fango pero con cinco salas de cine que significaron para mí lo más cercano a la gloria- aprendió a temerle a eso que llaman progreso. Cuando aquel puerto de aguas transparentes, de balandras y trespuños, de amistades y de calor humano, pasó a ser ciudad –o por mejor decir, esta caricatura de ciudad- el destierro pasó, de ser ilusorio, a verdadero. Tal vez en ese momento la poesía tocó en serio a mi puerta, porque mis primeros versos los escribí a bordo de un tanquero petrolero, en Maracaibo, a los once años.

F.F. -¿Y qué fue lo primero que se le reveló al descubrirla, al entrar en contacto directo con ella?

G.P. –Que tenía en las manos algo inasible y al mismo tiempo corpóreo, la palabra, con la cual, de algún modo, me apropiaba de algo también intangible y orgánico. Me apropiaba no en el sentido de privativa pertenencia, por el contrario, era la palabra quien se apropiaba de mí. Supe desde entonces que la palabra servía para crear y destruir, para poseer y desposeer, para nutrir y debilitar, para quitar y restituir, para abdicar y resistir.

F.F. –Es evidente que su entorno alimenta de manera directa su vida, su forma de ser, de sentir y de pensar. En ese sentido, ¿la poesía es una forma de ser, una manera de sentir y de pensar? ¿Un poeta es su sentimiento? ¿O es su pensamiento, el pensamiento que lo acoge?

G.P. -La poesía acaso es todo eso, una forma de ser, una manera de sentir y un modo de pensar. Como decía Juan José Arreola, la rueda de este vehículo intelectual puede ser una pieza de queso parmesano o la imagen de la luna sobre el agua, según temperamento.

F.F. -¿Qué motivo le bastó para dedicarse definitivamente a la literatura, a la escritura, a la palabra escrita, a la poesía oral?

G.P. –Supongo que se nace con la inclinación, que se convierte en vocación, que se convierte en trabajo incesante.


F.F. -¿Escribe por destino o por vocación? ¿Escribe para crear un mundo, para dejar huella, para dar vida a sus recuerdos? ¿Para qué y por qué escribe Gustavo Pereira? ¿Para qué sirve su poesía?

G.P. –Responderte todas esas preguntas requeriría de muchas páginas, además del buen tino de eludir los lugares comunes característicos. No sé si fue Borges quien dijo que la poesía se nos aparece casi siempre como nostalgia: sólo ésta hace propicia la atmósfera que la revela. En todo caso siempre simbolizará el misterio, y el misterio, ya se sabe, es misterioso.

Se necesita mucha insensatez –si insensatez significa poca sesudez y no “sin sensatez”- para ser o intentar ser poeta, y la insensatez, como diría William Blake, es un laberinto sin fin. Habiendo tanto oficio redituable y prestigioso, mucha gente se asombra de que aún exista gente supuestamente entregada al éter, condenada a la bohemia, ajena a las sacrosantas costumbres y ceremonias establecidas y adicta, por añadidura, a las “boberías” de la palabra.

Esa misma gente acaso se sorprende cuando se entera de que la mayor sala del país, la Ríos Reyna del Teatro Teresa Carreño, resulta insuficiente para contener el número de amantes de la poesía que acuden al Festival Mundial todos los años, y tiempo atrás ocurría lo mismo en la Semana de la Poesía que organizaba, bajo la dirección del poeta Santos López, la Casa de la Poesía. Me parece que nadie ha hecho una encuesta entre esas personas para indagar por qué van a perder su tiempo allí en lugar de aprovecharlo en menesteres menos etéreos. Tal vez esto responda a tu pregunta. Mientras existan seres sensibles habrá amantes de la poesía, y mientras existan amantes de la poesía habrá poesía, y mientras exista poesía habrá poetas y aspirantes a poetas que la escriban.

Pero si no hubiera amantes de la poesía ¿no crees tú que ésta, de terca, siempre estará allí, cerca del corazón humano, aunque nadie sepa que esté?

F.F. –Sin duda. La poesía es indefinible, tangible e intangible, visible e invisible, efímera, fugaz y volátil. La poesía es muy poderosa…

G.P. –Tal vez sea más bien un anti-poder, porque su poder se funda en lo insondable.

F.F. -¿Cuál es su concepción de la poesía?

G.P. –La poesía es un salvoconducto de lo humano ante sí mismo y tanto como una razón estética una fuerza moral.

F.F. –En usted, dentro de esa fuerza ética y moral, ¿la poesía es una necesidad primaria?

G.P. –Absolutamente.



F.F. -Decía Cioran que un pensamiento fragmentario refleja todos los aspectos de la vida, todos los aspectos de nuestra propia experiencia. Usted es un hombre de fragmentos, un pensador fragmentario, un poeta riguroso, preciso, un ensayista conciso. Lo mejor de su vida y obra está reflejado allí. No en vano, el Somari, esa huella personal de la lírica de Gustavo Pereira, se mueve entre el fragmento, el epigrama y el aforismo. Algo que define el Somari es su brevedad, su síntesis, su concisión. En definitiva, ¿fue la poesía la que lo llevó a inventar esa palabra? ¿Qué es un Somari? ¿Cómo nos definiría usted un Somari?

G.P. –Permíteme acudir a sendas notas preliminares a mis antologías Cuaderno terrestre que publicara el poeta Adhely Rivero (Ediciones de la revista Poesía de la Universidad de Carabobo, 1999) y Poesía de bolsillo, que editara el poeta Fidel Flores (Fondo Editorial del Caribe, 2002). Allí respondí lo siguiente:

“Desde hace mucho he venido escribiendo o intentando pequeños artefactos que por recato, luego de haberlos llamado “poemas breves”, nombré con un neologismo devenido al azar: somaris. No tienen ellos forma específica como los haikús y tankas japoneses o los sonetos itálicos, ni intención precisa como los epigramas griegos y romanos, sino que los caracteriza, amén de la concisión, su libertad formal, su poliantea y casi siempre su laconismo. Son, para decirlo en lengua actual, versos portátiles, poesía de bolsillo fácil de llevar y en ocasiones hasta bien encubrir en el volátil “tempo impaciente” que nos acosa y nos agosta.

En suma, nimias y pasajeras escaramuzas que pretenden conciliar, como modesto tributo a la confusión establecida, la fugacidad del vivir, el humor, el extravío, la insensatez, la insubordinación y a veces, por qué no, un asomo de estremecimiento compartido”.

F.F. -En el Somari, existe como una necesidad de decir mucho con poco, de no escribir demasiado, de suprimirse o limitarse al mínimo: como una necesidad de silenciar. ¿A qué se debe su predilección por el fragmento, por el instante, por lo nimio? ¿Acaso hay más verdad en la brevedad, en la concisión?

G.P. –La concisión ha sido alabada en nuestra lengua, desde Gracián, con holgura, pero permíteme recordar y citar este verso de Virgilio escrito, como se sabe, hace más de dos mil años: “¡Oh ampulosas hinchazones de los retóricos, llenas de vacío, id lejos de mi!”.

F.F. -¿Cómo es su diálogo con el misterio?

G.P. -Todo arte constituye un diálogo con el misterio. Y al misterio ni siquiera la ciencia, que busca develarlo, ha podido vencer y no sé si alguna vez podrá hacerlo. La ciencia moderna, a partir del principio de incertidumbre de Werner Heinsenberg, ha concebido otra forma de pensar lo real, y al cuestionar la racionalidad científica clásica ha abierto una nueva forma de conciencia según la cual el mundo real puede ser en ocasiones irreal, porque lo real trasciende lo estático, lo permanente, lo estable y lo racional. Einstein decía que la más hermosa y profunda emoción que podemos experimentar es el sentido del misterio.

F.F. -¿De dónde le vienen las ideas y las imágenes a Gustavo Pereira?

G.P. -Mis textos se nutren, por supuesto, de lo humano, pero es porque para mí lo humano es también un misterio, el misterio mayor, porque está dotado de conciencia sensible, es decir, de alma, aunque sospecho que también otros seres, animales, vegetales y hasta minerales la poseen.

F.F. –EL SILENCIO. / Guardaré silencio / para escucharte…/ Pero / no hables / para callarme. Es un poema de uno de los poetas guatemaltecos más importantes de su país y del continente americano, latinoamericano: Humberto Ak’abal. Un poeta-músico que acoge en su palabra la voz del pueblo, de la tierra, de las montañas. Un poeta-cantor que recoge en su música el aullido del bosque, el gruñir de los volcanes, el canto hambriento de los pájaros. Me gustaría escuchar algún comentario suyo precisamente sobre este extraordinario poeta…


G.P. –Conocí a Humberto Ak’abal en el Festival de Poesía de Medellín, hace cuatro años. No me atrae asistir a festivales ni a congresos y de hecho casi nunca voy (prefiero los encuentros entre pocos), pero esa vez fui privilegiado por hallarme con algunos de los más notables poetas contemporáneos, unos conocidos o amigos, otros no, entre éstos Humberto, gran poeta de su pueblo maya y ser humano excepcional.

F.F. –En la actualidad, ¿cómo es su relación íntima con la poesía?

G.P. –No con la poesía sino con la palabra. Supongo que la poesía está siempre presente en la vida y quien se proponga encontrarla la halla en cualquier parte, pese a la barbarie y la estupidez engendradas y alentadas, hoy, por el sistema capitalista y siempre por toda estulticia, injusticia y abyección que en el mundo han sido. Pero como los poetas se expresan en palabras –del mismo modo que los músicos con música-, no siempre éstas acceden a expresar con exactitud lo que deseamos. La poesía es un lenguaje de exactitudes, y las palabras como ladrillos de una pared. Ponga usted mal un ladrillo y toda la pared parecerá descalabrada. En esta contienda, supongo que amorosa contienda –aunque prefiero decir angustiosa- se nos va la vida.

F.F. -Desde su perspectiva política, ¿qué es la poesía? Y desde su perspectiva poética, ¿qué es la política?

G.P. –La política parece una sombra que nos sigue a todas partes, no podemos eludirla, querramos o no. Cualquiera puede verla, utilizarla, padecerla. La poesía está también en todas partes, pero sólo algunos logran descubrirla para iluminar algún rincón en su alma. No siempre, o por mejor decir casi nunca, el ejercicio de la política (que implica aspiración de poder) y el de la poesía se avienen, tal vez porque todo poeta, o casi todo poeta, no ignora cuán frágiles y disparatadas son las ambiciones humanas y cuál, finalmente, el destino de la piedra lanzada a las aguas.

F.F. -Si le nombrara en estos momentos Curiara, Cazabe, Chinchorro, Cocuyo, Auyama, Piragua, Canoa, Guayaba, Totuma, Bejuco… ¿qué me respondería?

G.P. –Sólo al pronunciarlas evocamos esa parte del corazón que algunos creen enterrada y otros sabemos viva y palpitante.

F.F. –Leyendo “Costado indio”, un libro verdaderamente hermoso, me conmoví mucho por nuestras lenguas originarias, nuestras tradiciones orales y escritas, nuestras creencias, nuestros mitos y costumbres, nuestra magia y cosmogonía ancestral venezolana. En fin, por la lírica y poética indígena, legítima y propia de nuestra tierra, de nuestro pueblo. Se percibe en ese libro una resonancia interior, un eco, un murmullo, un llamado auténtico y genuino. Dice usted entre sus párrafos; que nuestros indígenas llaman al alma Mejokoji (El sol del pecho); a la vista Mu-jebu (Espíritu del ojo); a un amigo entrañable Ma jokaraisa (Mi otro corazón); al cielo le dicen kuay Nabaida (El mar de arriba); al rocío lo nombran Chíriké-yeetakúu (Saliva de las estrellas); a las lágrimas Enú parupué (Guarapo de los ojos); a la saliva Yee-takúu (Jugo de los dientes); al corazón Yewán enaupé (Semilla del vientre), en fin… la calidad metafórica es impactante, sorprendente, conmovedora, de primera línea… ¿Cuál es su interés por la literatura indígena venezolana?


G.P. -No sólo por la venezolana. Educado a la usanza europea como casi todos los niños de nuestro país, desde los bancos escolares se nos enseñó a des-pertenecernos, a mirar desdeñosamente cuanto no encajara en los patrones de la llamada civilización occidental judeo-cristiana de la que también, pero no únicamente por supuesto, formamos parte. Pero en esos mismos bancos escolares aprendimos, viviendo, compartiendo, interrogándonos, que la realidad no era tan recta ni tan simple. Por la piel, por las conductas, por los gustos, por las miles de formas de estar en el mundo fuimos descubriendo que pertenecíamos a eso que Bolívar llamaba “un pequeño género humano”, fruto de confluencias étnicas y culturales que nos vinculaban orgánica y ontológicamente con los pueblos vencidos por los colonialismos, con las llamadas culturas preteridas de donde provenía y proviene parte considerable de nuestro ser. Siempre fui un estudioso de esas culturas, sobre todo de las indígenas nuestras, pero fue sólo a comienzos de los años ochenta, tarde, a mi regreso de Francia, cuando intenté aprender alguna lengua india, el pemón –del gran tronco caribe- deslumbrado como había sido por la riqueza analógica y metafórica de su léxico, descubierto en los libros que el padre Armellada, quien vivió más de cuarenta años entre ellos, escribiera con tanto amor como erudición. Fue años después, en los noventa, cuando ya había abandonado esos estudios que condujeron a los ejercicios-poemas que aparecen en Costado indio, cuando conocí, por medio de Maritza Jiménez –quien tomó la iniciativa de editar ese libro y lo entregó a José Ramón Medina, entonces director de la Biblioteca Ayacucho- a un poeta y artista pemón, Kaikutsé (Vicente Arreaza), autor de la pintura que ilustra la portada y gran amigo fallecido prematuramente.

F.F. –Quinientos años después, sigue en pie de lucha la resistencia indígena, la resistencia aborigen, nativa de nuestro continente. ¿Nos estamos independizando totalmente de la ideología norteamericana, de la hegemonía de los colonizadores, del dominio político y cultural extranjero?

G.P. –En eso andamos. La resistencia y las consecuentes victorias de los preteridos –los otrora seres invisibles- escriben hoy en nuestra América, en muchas naciones, otra historia. Pero no para abjurar de todo cuanto nos legó el colonizador, sino para develar y combatir sus injusticias y aberraciones. En lo particular me enorgullezco de la herencia que entre nosotros dejó el pensamiento progresista europeo, al cual debemos en buena medida nuestras luchas actuales. La humanidad se ha forjado en una mutua asimilación de culturas, con o sin empleo de la violencia, pero no siempre la del colonizador ha resultado vencedora (Roma ante Grecia es caso paradigmático). El imperio estadounidense en el último siglo, con su big stick y sus mass media, ha venido labrando entre nosotros su estilo de vida y hasta sus propias concepciones políticas (sobre todo en sectores de la clase media), pero no ha logrado totalmente imponerlos. La resistencia cultural se une ahora a la resistencia política contra toda hegemonía.

F.F. -Más que un poeta, ¿se consideraría usted un Shamán de la tribu, es decir; un intermediario entre el hombre y su entorno, entre el hombre y su comunidad, entre el hombre y su cultura, entre el hombre y su sabiduría, entre el hombre y su espíritu?

G.P. –No. Sólo soy un ser humano apegado a sus orillas, a sus convicciones y a sus sueños, poseído por todas las dudas del mundo.

F.F. -Cuando llueve, la mar que viene de arriba, se hace aire. Yo lo escribo. Cuando no llueve, el árbol se pone viejo, la tapara se parte, se resquebrajan las sombras, los jardines.... Cuándo llueve, ¿qué hace Gustavo Pereira? ¿Qué no hace?

G.P. -Cuando llueve añoro estar bajo un techo de zinc (que aparte de ello aborrezco) porque allí el sonido del agua establece una música que aprendí a oír y amar desde la infancia. Pero la lluvia es transitoria, como todo lo hermoso (excepto en Paris, donde parece eterna).

F.F. –Todos tenemos a diario la posibilidad de compartir cualquier cosa ¿Qué compartiría conmigo en este momento?

G.P. –La amistad, don mayor.

F.F. –Una última pregunta para despedirnos. La misma gira alrededor de una sola palabra: GUAYAMURÍ. “Yo conjeturo, intuyo, aventuro, digo que Guayamurí quiere decir madre del nuberío”… Es una concepción, sin duda, muy bella… y es, además, una imagen muy digna para una montaña, una imagen muy hermosa… ¿Cómo llegó usted a esa concepción? ¿Cómo se le ocurrió usted llamar a la montaña de Guayamurí madre del nuberío?

G.P. -Quienes en la isla de Margarita han visto el Guayamurí a cualquier hora pueden percibir, sobre el verdor de la floresta, su corona de nubes, ofrenda perpetua enviada por los dioses para que al mirarla nos percatemos de que la vida puede ser fecunda y hermosa mientras la naturaleza, nuestra madre, sea respetada y amada como la respetaron y amaron –y la respetan y aman- nuestros pueblos originarios a cuya devoción debemos el nombre de esa montaña.

Gustavo Pereira y Franklin Fernández. 2007.